Mi mujer me recriminaba a menudo que recibiera a los Testigos de Jehovà -- los hiova, como si de una tribu de indios americanos se tratase, los llamaba mi difunta tía-- en la puerta de casa pero con amabilidad, después de que ella los hubiese identificado con un ràpido e insonoro golpe de mirilla y hubiese decidido fingir que en casa no había nadie. "Después te vienen buscando y los tengo que aguantar yo" o "les das esperanzas (falsas)".
Al principio, de jovencito, me gustaba hablar, debatir con ellos; entonces mi madre me dejaba hacer, simplemente no echándole cuentas. Mi madre es que siempre ha tenido mucha faena en casa; siempre, ahora tambien.
Desde el principio lo que más me llamaba la atención era el perfil de los predicadores. Era evidente que las parejas se formaban al azar, sin ninguna discriminación, ni positiva ni negativa, se veia claramente que no había ningún ejercicio de marketing detràs; esto ya, de entrada, te daba confianza además de permitirte reconocerlos rapidamente a través del cristalito redondo --he de reconocer que yo tampoco abro la puerta a todo el mundo. A menudo uno de ellos era una chica que a mi me parecía despampanante, aunque estuviese vestida discretamente. Este hecho me solia traer a la memoria la frase de mi amigo Lobo que despues de haber filtreado con la doctrina de los Hermanos y haberla abandonado, decía sobre todo despues de un fracaso amoroso: "si a los 25 no tengo novia me vuelvo a hacer Testigo". La belleza de aquellas chicas hacía que mi conversación se volviese más osada, seguramente con alguna intención inconsciente, pero natural, de impresionarlas. Otras veces, cuando no hablaba me quedaba mirando la cara de la chica abstraido, hasta que la acompañante, percatándose de mi ausencia soltaba la frase: "¿Què hace un camión de ladrillos en el desierto" "Claro... Son las personas las que hacen las iglesias..." Continuaba ella. "Pues a mi me gusta más el camión en el desierto" Sin duda aquello la debía haber impresionado.
Ayer, como otras veces, volvieron a pasar por casa. Volví a hacer el ritual, que por ruin a veces omito, de mirar por la mirilla. Eran una mujer y una niña con carpetas, curiosa pareja; abrí la puerta pues sabía a què venían. La niña subió el escalón que da al replano y se convirtió, por arte divino, en una apabullante mujer, de aquellas que hacían recobrar la fe a mi amigo Lobo. Mientras la mujer mayor hablaba yo miraba la sonrisa impecable de la joven... "¿Serà posible que los muertos vuelvan a vivir?" dijo para sacarme de mi ensimismamiento. "Ustedes son testigos ¿verdad?" dije con familiaridad. Como asintieron con una sonrisa, prosegui: "Yo solo creo en Dios si existe, si no no creo. Como una cuestión matemática. Yo creo en una ecuación." No recuerdo el resto de la conversación, posiblemente me quedara ensimismado mirando la reacción de la joven, pero me extrañaría mucho. Solo volví a recobrar la consciencia cuando la señora se despidio dándome las gracias por mi atención, mientras la joven a modo de agradecimiento decia "muy interesante su conversación".
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